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Monja coronada

Monja coronada: “Muy reverenda madre Bárbara Josepha de San Francisco, religiosa del Convento de la Santísima Trinidad de esta ciudad”
Autor desconocido
Siglo XVIII
Óleo sobre tela
197 x 131 cm.
Colección Museo de Historia Mexicana

El Museo de Historia Mexicana posee en su colección un ejemplo del género de retratos del barroco virreinal conocido como «monjas coronadas». No tiene firma –como muchos otros de este tipo que probablemente fueron obras de un gremio o de un artista conventual– y quizá sea de las primeras décadas del siglo XVIII.

La obra se aviene a convenciones firmemente establecidas. La monja aparece al centro, de cuerpo entero, de frente o apenas girada para lucir en toda su plenitud su hábito amplio y almidonado y los accesorios que lo engalanan. Porta una corona de flores sobre la cabeza y una palma o una vela decorada del mismo modo. En muchos casos la acompaña una pequeña imagen de bulto de su devoción particular. El tamaño del retrato es poco menos que el natural, con la modelo a escasos metros del pintor –y del espectador–. La monja está de pie en un espacio interior sin referencias precisas. En la base del cuadro aparece una cartela que describe los principales datos de la retratada, en este caso, una leyenda muy simple: «La Mui reverenda Madre Barbara Josepha de San Franco. religiosa del Convento dela Santíssima Trinidad de esta Ciudad».

La madre Bárbara Josefa aparece con los ojos entornados, lo que indica que es un retrato post mortem, después de muerta. Lleva una vela encendida, símbolo de la fe y el matrimonio místico. El hábito y la estola son blancos; el velo, negro. Un rosario le cuelga a todo lo largo y un escudo con la imagen de la Inmaculada Concepción defiende su pecho. Con su brazo izquierdo abraza un Niño Jesús ricamente vestido, enjoyado y coronado, que con sus deditos hace el signo de la Trinidad y graciosamente pone un pie sobre el antebrazo de la monja. En la parte superior derecha hay un recuadro de san José con el Niño. El santo lleva en una mano la flor de la pureza y el Niño sostiene la esfera que simboliza su dominio sobre el mundo; con certeza se trata de una devoción especial para ella.

Alma Montero Alarcón, estudiosa del tema, cita un testimonio de sor Bárbara Josefa de san Francisco, monja del siglo XVII, recogido por fray Miguel de Torres en un libro publicado en 1725:
me vi […] como cuando
acabé de profesar, con hábito
muy blanco, el manto me
pareció de una tela azul muy
rica, salteado de labores, que
parecían estrellas de oro y plata,
el velo de la cabeza lo veía
todo labrado de diamantes y
esmeraldas, la estola guarnecida
de lo mismo y la corona y
la palma de oro esmaltada de
encarnado, en la mano derecha tenía
un Niño Jesús ricamente vestido,
y con el anillo que yo le puse en
el dedo; miraba yo todo esto con
atención y me dio a entender mi
Señor que parecía lo oía de su
santísima boca, “Tú eres mi esposa,
y así como te tengo aquí retratada
has de estar en tu vida”.

La visión o el sueño que relata explica lo que para ella significaba la profesión: la renuncia al mundo por un matrimonio místico que prometía las riquezas verdaderas de la vida espiritual y eterna. El nombre, la mención del Niño ricamente vestido, la experiencia contemplativa y el hecho de que el libro de Torres refiere «la muerte preciosa» de la monja permiten conjeturar que el retrato representa a la misma religiosa de este testimonio.

Los retratos de monjas coronadas podían realizarse como recuerdo de la ceremonia de coronación al momento de la profesión. La familia de la nueva monja encargaba el retrato para conmemorar la entrega de la joven a la Iglesia y su renuncia al mundo al hacer los votos de castidad, obediencia, pobreza y, en ocasiones, clausura. La corona era el signo de Cristo; la palma simboliza la castidad; la vela, el matrimonio. Algunos biombos pintados también en el siglo XVIII retratan bodas de indígenas en que ambos contrayentes portan coronas y velas adornadas por flores, lo que permite suponer que las monjas seguían esta tradición para su matrimonio místico.

Las monjas también podían ser coronadas cuando eran nombradas superioras o abadesas, cuando celebraban su jubileo por cincuenta años de vida religiosa o en el momento de su muerte, si su vida había sido santa. Esa es la ocasión del retrato que nos ocupa. Los restos arqueológicos de algunos conventos de la ciudad de México han mostrado que desde el siglo XVII algunas monjas eran sepultadas en el coro bajo del templo conventual con una corona de armazón de metal y flores naturales, tradición que continuó hasta principios del XIX. Los retratos de estas mujeres eran encargados por el convento, para memoria y ejemplo.